13 agosto 2010

El final. Historias de un skin.


El helado frío de la noche descarga toda su revancha sobre mí.

El pasto blanquecino por la escarcha parece frágil como el cristal de una copa que nunca encontró la boca adecuada que besara su pureza. La luna histérica, casi frenética, se niega escondida tras una negra nube gigante como una montaña.

El eco perdido de mis pasos retumban a lo lejos como furioso golpear de herrero.

A cada paso que doy la noche parece cerrarse más y mas absorbiéndome en su remolino de negra desesperanza.

Todo el día de hoy recorrió mi espíritu una extraña sensación. No lo puedo explicar, es como cuando vivimos un “deja vu” no sabemos que sentimos, pero indudablemente algo extraño estamos sintiendo.

Me gusta la noche, aunque me maltrate como la noche de hoy, me siento protegido, refugiado en su hermetismo. Me siento parte de ella.

Contando las baldosas que van pasando como los minutos del reloj, que nunca retroceden, golpea fuerte en mi cabeza el recuerdo de aquel hijo que nunca conocí. Vuelven a mí como un relámpago cortando el negro manto de la noche los ojos verdes de mi mujer aguados en pena, suplicando que no me fuera.

Ahora me doy cuenta que esa es una de las pocas cosas de las cuales me arrepiento de haber hecho en mi pasado.

Pero mi vida no era esa, los placeres de la familia no estaban reservados para mí. Era como encerrar a un lobo en un corral de corderos, tarde o temprano los iba a terminar lastimando. ¿Será que por eso preferí dejarlos? O al menos es eso lo que quiero creer; tal vez sea solo una excusa que invente para no reconocer que pensarme dentro de ese paraíso que ella me ofrecía me causaba terror. Nunca concebí nada bueno para mi vida. Siempre la planee desde la inconmensurabilidad del martirio y el dolor. Tal vez fue solo eso. Solo sentí terror a su paraíso.

Ahora solo y borracho, noche tras noche, no hago más que pensar en como habría sido animarme a ser parte de su mundo.

Pienso en mis camaradas, deben estar en nuestra plaza, saboreando unas escarchadas. Águila con su inmensa corpulencia, contando una y mil veces con exaltado orgullo, que su abuelo fue un SS al servicio del Führer, y de que un día, el mismo Adolf le estrechó su mano. Pienso en Panzer, callado y filoso como el acero; el camarada Hess y su odio visceral contra el mundo.

Todos ellos fueron lo más parecido que siempre tuve a una familia.

Siento melancolía y nostalgia. Mas me vale que vaya urgente a la plaza a compartir unas cuantas rondas de alcohol con mis camaradas y dejarme de pensar cosas que no puedo permitirme pensar.

Doblo a la izquierda para llegar a la avenida de la plaza. Siento apuro por llegar y tapar aunque sea solo por un rato todo esto que siento con unas cervezas que templen mi espíritu.

Algo se enciende dentro mío poniéndome en alerta. Todas las dudas, todas las debilidades, todos los recuerdos se apagan.

En la otra esquina unos siete u ocho encapuchados se aprestan para interceptarme.

Me detengo. Puedo correr desaforado, escapar del peligro. Sin embargo, nunca lo hice y no va a ser este el día que la vida me haga correr.

Saco la sevillana de puro acero toledano de mi bolsillo y camino decidido hacia ellos.

Tres cuerpos sin vida yacen junto a mí. Me desangro rápidamente. No siento dolor.

Siempre pensé que el día que me llegara la hora iba a llevarme algunos conmigo como sequito mortuoria.

Respiro lentamente. Silencio es todo lo que escucho. Cierro los ojos y como en un sueño veo a mi mujer que me sonríe regalándome sus esmeraldas brillosos como el lucero. De su blanca mano se aferra un niño, lindo, fuerte, sano, tiene mis ojos. Los rojos labios de mi mujer me invitan a sentir una última vez su endiablado néctar.

Quiero abrazarlos y pedirles perdón, solo eso quiero.

Una sirena rabiosa grita desde lejos.

Camino decidido hacia sus ojos que me van guiando por la oscuridad.

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